Río -sin culpables- (3era parte) by Nora

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Río ( tercera entrega)                   

( Sin culpables)                                                                      Pasó el amor, la luna, entre nosotros 
                                                                                                           y devoró los cuerpos solitarios. 

                             

                                                                                                                        Miguel Hernández

                                                                                       
                                                                    
                                                                                                               
                                                                                                    Para George, compartidoramente.

                                                                                                     

De la librería  al restobar caminan esas cuadras mientras las preguntas se  atropellan, Pedro  no puede disimular el interés que le despierta su modo de contar, ese énfasis que hace que cada frase se independice del resto y se vuelva única, rumbo a anclarse en su memoria.

¿Por qué recuerda el chiste que le hizo en la librería? ¿Por qué adivina que podría pasarse toda la tarde detenido en sus ojos,  riéndose con él?

Graziani hace tiempo que no siente que sus palabras comienzan a ser significativas para otro con ese modo que sólo encierran la admiración y un deseo de- otra- cosa.

_¿ Vino o cerveza? Acá todos toman cerveza, parece.

-¿Vos que tomás? Pregunta Pedro, interesado.

-Cabernet.

-Vamos con eso.

Guillermo pasa de un tema a otro, Marcos, Beto, Cuca, sus últimos casos, Pedro percibe que ser parte de eso podría parecerse bastante a ser feliz, y así, ese deseo sin grietas se abre camino, estar allí, ser uno de ellos, compartir el trabajo, un asado, asomarse a ese patio que tan bien describe, lo invita a una vida que se presiente sencilla, sin estridencias.

 Piensa deslumbrado que es muy inteligente, mientras Guillermo comparte los detalles de un caso que llevó al estudio a un lugar de prestigio y reconocimiento.

- Ese Postiglioni debe haber quedado muy agradecido, ¿no? Comenta Pedro mientras Guillermo come sin parar de hablar, ávido de contarle el caso sin omitir un solo detalle.

-Nosotros quedamos profundamente agradecidos.

 Hasta nos compramos una casa de fin de semana en El Tigre.

- ¿Con los honorarios de ese caso? Insiste sin dejar de sorprenderse de que todos los socios hayan adquirido una propiedad en común.

- Sí, ¿y sabés qué? Al principio no me gustaba la idea, porque no me gusta el campo, ni los bichos, ni la vida al aire libre, pero apenas pisé ese lugar…

- ¿Qué? Pedro siente el calor subir hasta su boca.

- No sé, fue extraño. Sentí que era mi lugar.

Guillermo lo mira, y por primera vez, se ven como ya nunca dejarán de hacerlo.

 El tiempo vibra alrededor de la mesa, las voces se alejan vueltas un murmullo ronco.

Pedro baja los ojos y los detiene en su boca, percibe la sorpresa en él, pero siente que no le molesta, puede ver el esfuerzo que está haciendo por entender, por descifrar ese sentimiento, la intuición sin nombre, un golpe suave que finalmente se ubica certero en el centro del pecho.

Graziani lo recibe y no se aleja, su mirada besa esos labios a los que presiente sólo sed, goce sin pausa de una noche próxima.

El mozo se acerca, Pedro intenta recuperar la conversación previa mientras la sensatez juega su última partida.

-Contame más sobre la casa en  El Tigre.

Graziani se lleva la copa a la boca bebiendo despacio, paladeando el vino como aún  no puede hacerlo con él.

- Ya la vas a conocer.

Pedro bebe en silencio sin dejar de mirarlo mientras el respingo en el pecho le confirma que es cierto, que esa casa, lo está esperando.

*******

Salen del restaurant y caminan en silencio, tratando de decir algo coherente, iniciar una conversación que los lleve a los lugares comunes, pero ninguno de los dos puede hacerlo.

Graziani quiere culpar al vino, lo convierte en la razón de tanta desmesura, de ese deseo de rozarle  apenas los dedos, un toque furtivo, roce y lejanía, inquietud que baja del pecho hasta el sexo sin escala.

-Che…

- ¿Qué?

Lo mira para ser descubierto, apenas ladeando la cabeza, le pasa la mano por la frente.

Al simple contacto, Pedro cierra los ojos, deseando que su mano siga, le recorra el rostro, se hinque en sus labios para reconocerlos, ciego de una sensación que le quema la lengua, el cuerpo abandonado sin excusas.

 -¿Me podés explicar que mierda nos está pasando?

Pedro le toma la mano y arrebatadamente, se la besa.

-No sé. Contesta mientras la sigue besando.

Graziani se suelta aprovechando que algunas miradas furtivas los empiezan a seguir.

-Vamos, tengo que volver, me están esperando, le dice mientras comienza a caminar y Pedro se acomoda a su lado para seguirlo. Pero no hay caso, lo que se ha desatado ya  no se rinde. Las manos se buscan, la piel va en busca de la piel, y el estremecimiento acude. Se adueña.

-Basta, Pedro, dice Guillermo mientras espera encontrar un lugar despejado donde poder hablar. Doblan en una calle casi desierta, la hora es cómplice, la gente se está entregando al mar y la playa.

- Frenemos esto, yo no soy..., ¿me entendés? A mí nunca un tipo me movió un pelo, Graziani intenta argumentar mientras Pedro se acerca a su cuerpo hasta casi tocarlo.

-Yo tampoco soy, ni fui, ni nunca estuve tan cerca de un hombre como lo estoy de vos, ahora.

Guillermo se aleja tratando de imponer una distancia que ya es imposible sostener.

-Es Río. Esta ciudad es capaz de volverte loco, explica Graziani mientras Pedro lo sigue casi corriendo.

-Sabés lo que siento? Que si nos hubiéramos conocido en Corrientes y Esmeralda, sería exactamente lo mismo.

En un recorrido semejante a una huida, los dos llegan a la casa de paredes blancas. Graziani, nervioso, busca las llaves en su morral, improvisando palabras para dibujar la despedida.

     

Bueno, acá estoy parando yo, dice Guillermo cuando la voz de su mujer lo sorprende y lo ubica por un momento en la que era su realidad hasta hace un par de días.

Qué hacés, mi amor, te estaba esperando para ir a la casa de Claudio y  Lucía, van los guitarristas flamencos de los que te hablé, dice Ana mientras mira a Pedro simpáticamente, sin perderse un detalle de esos mansos ojos marrones donde su marido intenta no naufragar.

-Te presento a Pedro, ya te hablé de él, almorzamos juntos.

Pedro se acerca a la mejilla de Ana, ofreciéndole un beso espontáneo que casi la hace sonrojar.

 - Qué bueno que se hayan conocido,¿ no? Guille está cansado de estar rodeado de         

  músicos, le viene bien charlar con un abogado…

  Ana lo encuentra poderosamente atractivo, un joven de ésos a los que es  imposible no recordar.

-Sí, muy bueno, contesta sin dejar de mirarlo.

 Se despidieron los tres con promesas de nuevos encuentros, pero Guillermo sólo 

 quiere entrar, meterse en la ducha y olvidar .

 Sacarse del cuerpo esa mirada, el ardor que lo corroe con sólo sentir su presencia cerca.

 Ana no entiende la urgencia, lo ve entrar al cuarto y sacarse la ropa hasta quedar           

 completamente desnudo.

  -¿Querés que nos bañemos juntos, como antes? Insinúa conociendo la respuesta.

  

*******

El agua le cae sobre la cara, el cuerpo se amolda a esa sensación que cree le traerá algo de la cordura perdida. Se lava el pelo con fuerza, su desnudez no hace más que recordarle el cuerpo al que imagina único, desplegado en su juventud viril. La imagen lo atraviesa mientras la erección se impone, su cuerpo responde febrilmente a ese deseo que se acrecienta cada vez más mientras las imágenes se van sumando y ya no es sólo su cuerpo, sino el de los dos abrazados en ese goce nuevo que está ahí, ofreciéndose sin resistencias.

El orgasmo lo sorprende con los ojos cerrados, apretada la frente contra los azulejos blancos.

Se asusta al reconocer la fuerza de ese deseo extremo experimentado con la sola evocación de un hombre.

De un nombre.

Pedro. Un susurro antes de abrir los ojos.

Pedro.

El llamado de Ana, lo ataca sin piedad.

Cierra la canilla, se calza la bata de toalla blanca.

Siente su cuerpo liviano, desprendido.

Ya vendrá la noche y la confusión quedará atrás, se ilusiona sabiendo que se miente sin remedio, ha atravesado un umbral y está parado frente a una puerta a la que nunca esperó llegar.

Suena su celular, el corazón se acelera.

Y de nuevo, ve su nombre iluminado.

Atiende mientras sonríe.

 Escucha.

Se atreve.

-Yo también pienso mucho en vos.

Continuará…